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Por Ramón Elejalde Arbeláez

Con la muerte esperada pero sentida del doctor Guillermo Gaviria Echeverri mucho ha vuelto a decirse sobre su dimensión titánica y nunca terminaremos de ponderar su extraordinario ciclo vital. Hoy quiero abordar el tema desde lo anecdótico, desde los chispazos de su ingenio y las facetas reveladoras de su exuberante condición humana.

Hablé con él la primera vez un día de noviembre del año 1963, cuando un emisario me pidió lo visitara en la sala del Concejo del municipio de Frontino, donde él oficiaba como cabildante. Era yo un adolescente que junto a otros había sido invitado a entrevista laboral de la que salí designado secretario del Cabildo de mi pueblo. Fui testigo de su gestión como concejal durante todo ese período. Era agudo, perspicaz, brillante, contundente y sobresaliente. Desde ese lejano noviembre no lo perdí de vista ni dejé de recibir sus enseñanzas y su ejemplo.

Era una costumbre, de las más deliciosas costumbres de la familia Gaviria-Correa, visitar todas las vacaciones y puentes su amada finca de Musinga Grande en su natal pueblo. Muchas, por no decir que casi en todas esas épocas de regocijo familiar, sus amigos lo visitábamos para disfrutar de su ilustrada y amena conversación y para recibir sus sabios consejos. En una de esas visitas lo encontramos leyendo un voluminoso libro sobre el cultivo de la yuca que subrayaba y glosaba con deleite. En otras muchas lo topamos apuntando un telescopio hacia el infinito, observando los astros y haciendo anotaciones en una libreta. Al indagarle por la actividad nos respondió: “yo soy un aprendiz de astronomía”. Con la ayuda de sus hijos Guillermo y Aníbal construyó por entonces en su Musinga, una base para ese telescopio que aún permanece a pesar de los años. Tiempo después leí en una información de prensa que el planetario municipal de Medellín invitaba a una charla sobre astronomía que dictaría el doctor Guillermo Gaviria Echeverri. Se había convertido en experto en el tema como lo fue también en temas de agricultura, minería, música, ingeniería, cartografía, derecho constitucional, periodismo y política.

Cuando fue invadida su finca “La Chinita” en Apartadó, me pidió fuera su abogado e interpusiera una acción de tutela para recuperar el predio. Me exigió que fuera a su casa a redactar la demanda porque “quería darme unas orientaciones para que incluyera en el escrito”. Así lo hice para mi sorpresa mayúscula al encontrar que el doctor Gaviria ya tenía correctamente esbozados algunos derechos fundamentales vulnerados. Discrepó de mi consejo de incluir en la demanda la violación al derecho de petición: su hijo mayor Guillermo, que estuvo presente durante toda la sesión de trabajo, inclinó la balanza a mi favor y finalmente los dos pudimos sacar pecho, como decían los mayores, porque ese fue el argumento aceptado por el juez de tutela. Nada fácil trabajar con una persona que dominaba con propiedad los temas del derecho constitucional.

Hace pocos años escribí una columna que titulé Nuestra música ecuatoriana, expresando con el título que en Colombia teníamos como nuestro un género musical del Ecuador, con bellas canciones creadas en ese hermano país. Al día siguiente de la publicación me llamó y me pidió lo visitara. Quedé absolutamente impactado cuando me dio una cátedra de música vernácula y concretamente del pasillo ecuatoriano. Hoy evoco con cariño sus palabras: “Mi composición preferida de ese género musical es Romance de mí destino. Esa que dice: Por más que estiro las manos, / nunca te alcanzo lucero / jugo de amargos adioses, / es mi vaso predilecto”. Primera y última vez que lo escuché interpretando a capela una pieza musical. Así era Guillermo Gaviria, humano y docto.

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